María la Chamana
Desde que la conocí, parecía siempre que tuviera ochenta años, con su agilidad de persona resuelta y avisada. Sólo sabÍa que nació en marzo, antes de Semana Santa, porque en aquellos tiempos no tenía importancia el día ni la hora en que se viniera al mundo, sino irse sin deudas, cuando le tocara a uno coger camino para siempre. Como cosa natural me respondió que todo empezó el día que tuvo su primera visión, al encontrar a Juana Rosario la vecina, llorando un desamor, por el marido que se había ido con otra mujer para casarse. Era apenas una niña, pero ya hurgaba los laberintos del destino en las formas de las nubes y en el olor que trae la brisa. Así lo sintió cuando le profetizó a la vecina que su marido volvería arrepentido, por la fuerza de tres velas encendidas y el favor de las cinco mil vírgenes de San Luis Beltrán. A los días el hombre tocó la puerta y lo primero que se le vino a la mente después de pegar un grito de alegría por el regreso del vagabundo, fue lo que le había dicho aquella criatura con más huesos que carne. Ella sabía que la estampita con un señor parecido más bien a una santa por su cara rosada, se la había encontrado para algo más importante que tenerla en el altar, como le dijo su abuela al contarle la vida de aquella figura bendita, y aclararle que no era una santa, sino el dominico San Luis Beltrán, el acompañado de las vírgenes. Por eso lo cargaba siempre amarrado como un escapulario, para no perderlo, y sentir en el corazón lo que le decía cuando quería aliviar el sufrimiento de los otros. Como el trabajo era su rutina y su destino —sin importar el peso que cargara— cuando se desarrolló fue a parar a un hospital por el estrangulamiento de una hernia, y al recibir la anestesia, se vio de pronto en un camino de tierra muy largo y empinado. Al rato vio a su hermano Antonio, que había muerto cuando todavía era pequeño, seguido de una señora vestida de blanco con muchos niños a su alrededor. ¡Muchacho! –Le dijo ella– ¿Acaso tú no te moriste hace tiempo? —Si me morí, pero vengo a decirte que te devuelvas, porque mamá te necesita y ésta no es tu hora. —Pero yo quiero llegar hasta el final del camino a ver que hay detrás de las montañas. La señora vestida de blanco se le acercó suavemente y le dijo sin abrir la boca:
—Tú te salvaste, y no te vas a ir sin cumplir tu mandamiento, pero a cambio debes emplearte en atender al que te necesita, en especial a los niños enfermos. Mientras le hablaban sentía el dolor que le producía alejarse de su hermano Antonio, con quien siempre jugaba, mientras se movía sin dar ningún paso, desandando el camino, hasta que despertó cuando le suturaban la herida y la gente hablaba de la lástima que una muchacha tan joven hubiera muerto sin haber vivido. Al recuperarse, y sin que nadie le dijera nada de la propiedad de las plantas, ni de cómo curar la erisipela con un sapo, empezó a atender a la gente, que le pedía favores para combatir las enfermedades, a pesar de no comprender por qué ella sabía, y otros no, aquellas cosas que le resultaban tan claras y los demás no veían. Con el tiempo se casó con un buen hombre que recorrió muchas veces el país con su camión de dos ejes, y conforme cambiaba de trabajo, María Cristina Hernández, La Chamana, lo seguía con sus dos muchachos por diferentes pueblos, hasta que llegó a San Pedro de los Altos, donde se amarró —como dice ella— hasta que termine su misión en este mundo. Por eso nunca está pendiente de lo que hace por los demás, sino más bien de los cigarros que le ponen la voz ronca, y de atender a sus nietos con el mismo carácter con que la criaron a ella y a sus catorce hermanos, en los tiempos en que Monte Piedad era una hacienda de mangos y naranjas, y se llegaba a caballo a otras partes de la ciudad que parecían otros pueblos, sin importar que fuera verano, o los caminos estuvieran anegados por las lluvias. Yo no sabía que era tan devota de la Virgen del Carmen, ni que invocaba a los santos sin tener altar, o que un resto de café o un poco de agua y aceite en un plato, eran suficientes para conocer las indicaciones de los guías, sobre los problemas que nunca faltan y que golpean a la gente y las pone triste o amarga.
Lo que sí puedo asegurar es que cuenta con unos poderes y una sabiduría que no resultan solamente de la fe. La última vez que conversamos recordé lo que dicen algunos esotéricos sobre el alma humana y sus orígenes. La imaginé recorriendo un camino largo y espinoso para llegar a la tierra desde su última estada, con quién sabe qué misión.
Ahora la imagino tranquila, en su retorno a esos universos llenos de luz y de estrellas palpitantes donde la vida significa otra cosa, y sentí su risa despejada, como si vivir, para ella, hubiera sido una gran travesura.
César Gedler
Tomado del libro Tren sin retorno. César Gedler.
Fondo Editorial Ipasme, Caracas 2010
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